lunes, 29 de marzo de 2010

EL MILAGRO



Semana Santa.

Los olivos regalan sus ramas orgullosos, y los niños acuden engalanados con sus palmas, dispuestos a recorrer las calles en pos de un nazareno montado en un burrino.

Las mujeres, mayoría en el cortejo, entonan las viejas canciones, mirando de reojo vagamente para invitar al resto a seguir el rito.

Un par de sacerdotes se distinguen entre la multitud. De vez en cuando miran al cielo, transparente y azul, regalo de una primavera que ya viene tardía.

Algunos se van sumando. Agitan sus brazos y una multitud de ramas, una marea verde, una sacudida, acude presta a dar la bienvenida al Forastero, que dicen, viene para quedarse.

Entra en el templo y con Él, las voces y el jaleo. La gente se acomoda, Él sigue erguido sobre la burrina, contemplando a la gente. Admirado, conmovido.

El sacerdote comienza a leer el Evangelio y a Él se le muda el rostro. Ya no está exultante. Le dicen lo que le espera. Parece entonces que entorna su mirada, que se adentra en ese lugar dónde sólo uno mismo alcanza; y grita…un grito sordo y aterido, lleno del dolor de miles de años, de un sufrimiento agudo y primitivo. La desesperación del hombre llevada en andas, recogida entre la multitud, acallada en tormentas de liturgia.

Suena la música, la gente se agolpa en las salidas, la masa se mueve y se olvida. Él espera y desespera inmóvil, a un lado de la capilla, sabiendo que por este año no volverá a salir y que hoy ha sido su mejor día. Ya sabe lo que viene, el miedo y después la muerte: tortura, sangre,…

Alguien se acerca silencioso, con suavidad roza su pie y su sandalia, besa su manto. Él regala su mirada, compasiva, agradecida.
María sale corriendo, y jura a quién se va encontrando, que el Cristo de la burrina la ha hablado.

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